CXXV
El perro
soñador
En
invierno hacía frío,
las
hojas habían caído,
los
árboles clamaban brazos en alto
inútil
y resignadamente al cielo.
Era
como un juego, una broma.
En
primavera volverían a estar lozanos,
en su
plenitud en verano,
aunque
en invierno…
El
juego era así.
Cuando
la respiración dibujaba fumatas
y un
rincón con calor parecía el paraíso
él
estaba a gusto.
Le
sobraba cadena.
Quedaba
a su alcance todo lo que necesitaba.
No se
percataba de lo corto que era su mundo
hasta
que no veía asomar
el color
rojo de las cerezas.
Entonces
miles de invitaciones se sucedían
y su
rincón era algo agobiante.
Debía,
pensaba, respirarse mejor a la sombra
de
aquel frondoso árbol.
Tan
cerca lo veía que a veces olvidaba,
hasta
que el tirón le avisaba
del
alcance de su vida.
Se
sentaba al borde de su mundo.
Mero
espectador, y claro,
a un
perro encadenado
no le
quedaba otra salida
que soñar.