miércoles, 26 de junio de 2019

CXXVIII



CXXVIII


Todos estatuas de sal

Me intriga esa imagen,
de la mujer convertida
en estatua de sal
por mirar hacia atrás,
esos refugiados obligados
a dirigirse al infierno,
que quedan convertidos
en harapos, condenados
por no querer irse,
esos emigrantes que regresan
arrastrados por las nostalgias
del pasado, impelidos
desde paraísos ajenos
al pozo del que son brocal,
andrajos, ese adulto que hace
una melena al viento
de los recuerdos que no mira
porque son sus ojos,
y sobre todo me intrigan
esos que se quedan
y amenazan
con convertirnos en sal,
amenaza que bien vale
una certeza,
pues no en vano
ellos al quedarse
ya son sal.

domingo, 9 de junio de 2019

CXXVII



CXXVII

¿Qué me quieren?

¿Qué me quieren los que me han traído?
No sólo dos, no todos, todo.
Ando, no nado ni vuelo.
Como todos, sí. Como ninguno, sí. Pero yo.
Un cuchillo que saja mi carne,
que no es mía, pero que necesito,
dibuja el rincón de mi acontecer,
hace visible mi sitio, mi sutil
coraza que se derrama desde los ojos
a los barrancos de los demás, ajenos, tan parecidos.
¿Andan otros esperando por las esquinas
lluvias torrenciales que mudamente quedan
mirando, después, los fragmentarios reflejos
en los pequeños charcos de tanta existencia
cual barco en una tempestad?
Sus ojos y los míos, farallones del vivir,
se encaraman a lo alto de los precipicios,
para ser compañeros en la misma garganta
y derramarse,
cuando ya no puedan más,
de tanta implacable impotencia,
de la vacía nada que flota,
sobre los débiles hilos de agua
que alguna crecida traerá.
¿Y después?
Después miraran que nos miran,
detectando entre tanta mirada vacua
alguna minúscula chispa,
chispa que nosotros oímos vibrar,
para con los ecos que deja
esperar la terrible visita.
Y fin.

sábado, 1 de junio de 2019

CXXVI



CXXVI

La banda de Moebius

Les dije que no
y me llamaron anticuado.
En otro momento no me hubiera importado,
pero aquella tarde,
tan luminosa, alegre y abierta,
ser anticuado sonaba a días
tristes y lluviosos,
de aceras inhóspitas que te arrojan al arcén.
Acepté porque me llamaron anticuado.
Me metieron en uno de esos lugares,
de bocadillos y frenos,
tan poco anticuados,
donde a pesar de todo, la tarde
no parecía querer entrar.
Comimos. En el suelo brillaban envolturas
transparentes y poliformes,
corrían pequeños eufemismos de  penes,
con tripas y chorreando lustre,
trozos de pan, colillas y mixtos.
No buscábamos buenas compañías, entonces.
El plástico, los colores que nunca existieron,
las conversaciones que no se entienden,
un libro arramblado en una esquina,
su autor grita el abandono,
hay un criminal en la ciudad, suelto.
Las baquetas, pequeñas y ariscas.
Aquellos trajes, ¡Dios mío!, aquellos trajes.
Cuando reparé en la música
vi a una legión de señoras
de media tarde en los parques, alrededor del templete, acompañadas de señores pintas.
Una mujer se levantó y al arreglarse la falda
marcó su culo rotundo.
Suspiré y pensé que aún había humanidad.
Comimos.
Pero todo tenía aire de otros tiempos
y era que miguita a miguita
todos teníamos un pasado,
una música, unos libros,
unos besos, unas sonrisas.
Abocados al fondo de la catarata,
animados y resueltos,
andábamos con andrajos,
porque partes de nosotros se iban quedando.
Éramos jóvenes, entonces,
y ahora sabemos todo lo que habíamos perdido
y lo que nos queda por perder.
Para que al final todo no sea soportable
y hasta deseable.