XLIII
A la puerta
del bar
(En el
quicio de los visillos)
Nadie
les enseñó a beberse
un
cuadro de Goya,
de
Matisse o de Picasso.
Nadie los
llevo a beber
una sinfonía de Malher,
ni a oír
a Falla y a Joaquín Rodrigo
arreglando
un partido fallido
de la
selección nacional de futbol,
mientras
chiquiteaban.
Nadie
los arrastró,
pues
querían seguir jugando,
a
tomarse su primer libro
en una
de las muchas bibliotecas
que
siembran nuestras calles.
Hay
innumerables pueblos
que se
disputan el honor
de
tener más bibliotecas que ningún
otro
pueblo de España.
Nadie
les habló
tras la
cortina de una habitación en penumbra
del
hecho de que hacerle caso a los hombres
nunca fue
garantía de nada,
ni les
explicaron
que
aquella de allí, la perdida, la golfa,
será
desgraciada, estará sola, pero en el camino
de
hacer con su coño un sayo.
Por eso
ahora, a todas horas,
se les
ve,
sentados
a las puertas de los bares,
leyendo
una cerveza,
escuchando
un vino,
sedientos
sin saber de qué,
o en los
quicios de los visillos,
hablando,
hablando,
para no
tener que leer el silencio,
para no
escucharlo,
para no
tener que lamentarse,
sin
saber bien de qué.
Pidámosles
disculpas por eso,
por
tanto abandono,
y a
modo de ineluctable excusa,
mostrémosles
que
para desgracia de todos,
sigue
sucediendo,
no nos
alegremos,
también
hay jóvenes
en
otras puertas, en otros quicios.
Parece
como si no se pudiese hacer nada al respecto.
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