sábado, 2 de julio de 2016

XLIII




XLIII


A la puerta del bar
(En el quicio de los visillos)


Nadie les enseñó a beberse
un cuadro de Goya,
de Matisse o de Picasso.
Nadie los llevo a beber
 una sinfonía de Malher,
ni a oír a Falla y a Joaquín Rodrigo
arreglando un partido fallido
de la selección nacional de futbol,
mientras chiquiteaban.
Nadie los arrastró,
pues querían seguir jugando,
a tomarse su primer libro
en una de las muchas bibliotecas
que siembran nuestras calles.
Hay innumerables pueblos
que se disputan el honor
de tener más bibliotecas que ningún
otro pueblo de España.
Nadie les habló
tras la cortina de una habitación en penumbra
del hecho de que hacerle caso a los hombres
nunca fue garantía de nada,
ni les explicaron
que aquella de allí, la perdida, la golfa,
será desgraciada, estará sola, pero en el camino
de hacer con su coño un sayo.
Por eso ahora, a todas horas,
se les ve,
sentados a las puertas de los bares,
leyendo una cerveza,
escuchando un vino,
sedientos sin saber de qué,
o en los quicios de los visillos,
hablando, hablando,
para no tener que leer el silencio,
para no escucharlo,
para no tener que lamentarse,
sin saber bien de qué.
Pidámosles disculpas por eso,
por tanto abandono,
y a modo de ineluctable excusa,
mostrémosles
que para desgracia de todos,
sigue sucediendo,
no nos alegremos,
también hay jóvenes
en otras puertas, en otros quicios.
Parece como si no se pudiese hacer nada al respecto.

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