jueves, 10 de noviembre de 2016

LVI




LVI




La miopía del adolescente


A Robert Loweell

Tiene tres dioptrías y media.
Y le encasquetaron un artilugio,
cabalgando su nariz.
Debe llevarlo siempre.
Pedí unas gafas,
como todo el mundo.
Será lo mismo, oyó.
Compungido los siguientes días
intento gobernar aquello.
Lo primero. La voz de su padre,
en otro rostro.
Después, uno a uno,
todos los “sus” fueron convirtiéndose en “los”, “las”.
Lo que más le dolió:
Verla a ella.
¿Quién era ahora?
Era una “la”. ¿Cómo abrazarla?
 Besarla.
Mirarla.
Sólo si se volvía de espaldas
era su “su”.
Aprovecho una mañana,
asomado a la ventana.
El artilugio resbalando por su húmeda nariz.
El pequeño estruendo, allí abajo.
Y otra vez su mundo presente.
Poder dibujar de nuevo
en la neblina
los contornos de su gente.
Su padre, su madre,
su hermano,
sus amigos,
sin precisión, sin claridad.
Y poder en la tarde
 volver a ver su rostro,
a su amada,
inconcreta, imprecisa,
no tener que darle la espalda
para tener su presencia.
La precisión de la realidad,
la condena de la pereza.
En los próximos días
afianzó su decisión.
Lo explicó:
Necesito el humo en la ceguera
para dibujaros.
Para teneros.
Pero no ves bien, dijeron.
No veras nunca la realidad, insistieron.
Estaban hablando, a la vez,
ahora sí,
mi padre, mi madre, mi hermano,
mis amigos,
mi amada,
 en mi mundo.
impreciso, inconcreto,
pleno de posibilidades.

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