sábado, 1 de junio de 2019

CXXVI



CXXVI

La banda de Moebius

Les dije que no
y me llamaron anticuado.
En otro momento no me hubiera importado,
pero aquella tarde,
tan luminosa, alegre y abierta,
ser anticuado sonaba a días
tristes y lluviosos,
de aceras inhóspitas que te arrojan al arcén.
Acepté porque me llamaron anticuado.
Me metieron en uno de esos lugares,
de bocadillos y frenos,
tan poco anticuados,
donde a pesar de todo, la tarde
no parecía querer entrar.
Comimos. En el suelo brillaban envolturas
transparentes y poliformes,
corrían pequeños eufemismos de  penes,
con tripas y chorreando lustre,
trozos de pan, colillas y mixtos.
No buscábamos buenas compañías, entonces.
El plástico, los colores que nunca existieron,
las conversaciones que no se entienden,
un libro arramblado en una esquina,
su autor grita el abandono,
hay un criminal en la ciudad, suelto.
Las baquetas, pequeñas y ariscas.
Aquellos trajes, ¡Dios mío!, aquellos trajes.
Cuando reparé en la música
vi a una legión de señoras
de media tarde en los parques, alrededor del templete, acompañadas de señores pintas.
Una mujer se levantó y al arreglarse la falda
marcó su culo rotundo.
Suspiré y pensé que aún había humanidad.
Comimos.
Pero todo tenía aire de otros tiempos
y era que miguita a miguita
todos teníamos un pasado,
una música, unos libros,
unos besos, unas sonrisas.
Abocados al fondo de la catarata,
animados y resueltos,
andábamos con andrajos,
porque partes de nosotros se iban quedando.
Éramos jóvenes, entonces,
y ahora sabemos todo lo que habíamos perdido
y lo que nos queda por perder.
Para que al final todo no sea soportable
y hasta deseable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario