CXXVI
La banda de
Moebius
Les
dije que no
y me
llamaron anticuado.
En otro
momento no me hubiera importado,
pero
aquella tarde,
tan
luminosa, alegre y abierta,
ser
anticuado sonaba a días
tristes
y lluviosos,
de
aceras inhóspitas que te arrojan al arcén.
Acepté
porque me llamaron anticuado.
Me
metieron en uno de esos lugares,
de
bocadillos y frenos,
tan
poco anticuados,
donde a
pesar de todo, la tarde
no
parecía querer entrar.
Comimos.
En el suelo brillaban envolturas
transparentes
y poliformes,
corrían
pequeños eufemismos de penes,
con
tripas y chorreando lustre,
trozos
de pan, colillas y mixtos.
No buscábamos
buenas compañías, entonces.
El
plástico, los colores que nunca existieron,
las
conversaciones que no se entienden,
un
libro arramblado en una esquina,
su
autor grita el abandono,
hay un
criminal en la ciudad, suelto.
Las
baquetas, pequeñas y ariscas.
Aquellos
trajes, ¡Dios mío!, aquellos trajes.
Cuando
reparé en la música
vi a
una legión de señoras
de
media tarde en los parques, alrededor del templete, acompañadas de señores
pintas.
Una
mujer se levantó y al arreglarse la falda
marcó
su culo rotundo.
Suspiré
y pensé que aún había humanidad.
Comimos.
Pero todo
tenía aire de otros tiempos
y era
que miguita a miguita
todos
teníamos un pasado,
una música,
unos libros,
unos
besos, unas sonrisas.
Abocados
al fondo de la catarata,
animados
y resueltos,
andábamos
con andrajos,
porque
partes de nosotros se iban quedando.
Éramos
jóvenes, entonces,
y ahora
sabemos todo lo que habíamos perdido
y lo
que nos queda por perder.
Para
que al final todo no sea soportable
y hasta
deseable.
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